En los últimos tres años, enfrenté la pérdida de tres personas muy importantes en mi vida. Como adulta, pude procesar cada una de estas despedidas, pero una de esas pérdidas fue especialmente significativa para mi hijo, que tenía solo seis años. Consolarlo y guiarlo a través de su dolor fue un desafío que jamás imaginé vivir tan pronto.
La primera vez que mi hijo se enfrentó al tema de la muerte fue con el fallecimiento de mi abuelo. Decidí no llevarlo al entierro, pero sí le expliqué lo que había sucedido porque él notó mi tristeza. A su corta edad, logró asimilar la situación con una perspectiva de fe, relacionándola con Dios y el cielo. Lo más difícil fue ayudarle a entender que, cuando alguien muere, no podemos volver a verlo. Sin embargo, esa pérdida no lo impactó tanto, ya que mi abuelo estaba encamado y su vínculo con él se limitaba a nuestras visitas a casa de mis abuelos.
Un año después, enfrentamos una pérdida inesperada y profundamente dolorosa: la muerte de su abuela paterna. Fue un golpe inesperado, y me tocó a mí explicarle lo sucedido. En medio de esa tristeza, yo acababa de dar a luz a mi hija, lo que convirtió ese período en una montaña rusa emocional, pasando de la alegría al duelo en cuestión de días. ¿Cómo explicarle a un niño que esa fue la voluntad de Dios, cuando ni siquiera yo podía comprenderlo del todo?
Busqué orientación sobre cómo abordar la muerte con los niños, y lo más valioso que aprendí fue la importancia de ser honesta y no esconderles la verdad. Los niños, al igual que los adultos, necesitan pasar por sus emociones, y es esencial responder sus preguntas con claridad. También descubrí que, si las emociones se vuelven abrumadoras, es necesario buscar ayuda profesional para ambos.
Mi hijo encontró consuelo en mantener viva la memoria de su abuela. Antes de que yo recibiera orientación, él mismo me pidió colocar una foto de ella en su cuarto para recordarla. Hubo muchas noches en las que la lloró, y debido a circunstancias personales, no hubo una despedida formal, lo que lo dejó sin un cierre. En esos momentos, me sentaba con él a orar, pidiendo fortaleza a Dios y paz para ella en el cielo. Aunque el proceso fue largo y complicado, la fe nos sostuvo y nos permitió avanzar poco a poco.
Un año después, llegó el momento de despedir a mi abuela. Aunque su fallecimiento no fue una sorpresa, el dolor seguía siendo profundo. Mi hijo, ya con más edad y madurez, quiso participar en el proceso de despedida. Con mi abuela tenía más memorias y un vínculo más cercano. Cuando me pidió asistir al funeral, accedí.
El día del entierro, mi hijo fue una fuente inesperada de fortaleza y paz para mí. Incluso pidió cargar el féretro de su bisabuela y lo hizo con un respeto y valentía que me conmovieron profundamente. Esa experiencia, aunque trajo nuevas preguntas sobre el cuerpo y el alma, le permitió cerrar un ciclo que había quedado incompleto tras la muerte de su abuela paterna. Al final del día, cuando le pregunté cómo se sentía, me respondió: “Triste, pero bien”.
Es curioso cómo los niños, con su pureza y fe, pueden acercarnos más a Dios en medio del dolor. Mi abuela sigue significando todo para mí, pero sabía que su tiempo había llegado, y aprendí a aceptar la voluntad de Dios.
A lo largo de estos años de despedidas, he aprendido que el duelo no solo es un proceso de tristeza, sino también una oportunidad para crecer en fe y amor, especialmente cuando caminamos junto a nuestros hijos. Mi hijo, con su inocencia y su fe pura, me ha mostrado que incluso en medio del dolor hay espacio para la esperanza y la conexión con Dios. Sus palabras y su forma de enfrentar cada pérdida me han recordado que el cielo no es un lugar lejano, sino una promesa que llevamos en el corazón.
Como madre, mi misión ha sido guiarlo en este camino, ayudándolo a procesar cada emoción y fortaleciendo su espíritu. Pero, en realidad, ha sido él quien me ha dado fuerzas en los momentos más oscuros, enseñándome que la tristeza y la paz pueden coexistir, y que en las despedidas siempre hay un rayo de luz que nos acerca más al cielo y a quienes amamos.
A través de cada pérdida, Dios ha estado presente, dándonos la fortaleza para seguir adelante y recordándonos que, aunque ya no estén físicamente, los que se han ido siempre vivirán en nuestros corazones.